miércoles, 27 de febrero de 2013

Viejos relatos

               

                          El abuelo

                       Un par de horas antes de morir lo había oído de sus propios labios. El sonido del tamboril y las chirimías se escuchaba demasiado cerca y el padre del abuelo Federico lo plasmó en forma de sentencia que no admite réplica.
                        -Cuando tocan la jota, se acaba el baile.
                 Eso me contaba ahora, cumplidos los noventa y todavía con un sentido del humor que era la envidia del barrio. Daba gloria verlo por la calle, la mirada al frente, el paso firme. Y una mente despierta para quien se atreviera a una discusión. Los comentarios, agudos, de siempre habían puesto fama a una lengua sin pelos que sólo tuvo freno en los años duros de la posguerra. Ni siquiera torcía el gesto cuando alguien recordaba que todos los viajes tienen meta.
                        -Llevo casi cien años demostrando que soy inmortal, bromeaba.
                        -Cien años son muchos años, Federico
                       -Todavía no oigo los tambores, remarcaba sus ansias de vivir.
                     En casa, apenas una mala cara, un leve refunfuño si la mesa no estaba preparada a la hora de toda la vida. Sin embargo, cuando cayó enfermo, el rostro le mudó a un  semblante de preocupación. La falta de costumbre. O un leve runrún que aproximara el eco del tamboril. En palabras del médico, sin embargo, aquello era un simple resfriado. No es que se hiciera el valiente y despreciara sus consejos. Todo lo contrario. Pero el catarro se complicó hacia una bronquitis de toses roncas y secas entre las que parecía escapar el alma. El sonido de las chirimías comenzó a hacerse perceptible. Únicamente por las noches, eso sí. Las luces del alba actuaban como una especie de brebaje celestial capaz de ahuyentar todos los males.
            Los antibióticos curaron los pulmones, pero no borraron las huellas. Entre los intersticios de los alvéolos quedó un páramo sembrado de dudas. Y de miedo. La luz de la sonrisa apenas iluminaba. Se le agrió el carácter. Ya nada fue como antes.
            Cada tarde agonizaba algo más que el día. La noche pasó a ser el territorio de la vigilia, del sueño imposible, del ojo abierto. Y el oído. Las sombras, perezosas, dueñas del tiempo, alargaban los minutos de la noche hasta la agonía. Un desafío diario. Él resistía.
            Todas las madrugadas, cuando el primer rayo de sol rompía la oscuridad, en los labios del abuelo Federico nacía un gesto de satisfacción, de felicidad en estado puro. La noche, de nuevo derrotada. Los sones del tamboril huían de la habitación como los vampiros de la luz. Entonces el abuelo Federico cerraba los ojos. A dormir.


                                     El filósofo
            Nadie conoce su nombre. La historia no ha logrado aportar una figura, una estatua. Nos dejó sus huellas, sus palabras (tampoco se sabe si por escrito o si la tradición oral fue la encargada de las fotocopias), su saber idolatrado en peanas repartidas por todos los rincones del mundo. Sus más fieles seguidores dicen que era catalán. En realidad, un intento burdo de ocultar su adoración, como si les quemara reconocer el seguimiento de la doctrina. Calcan espíritu y letra a pies juntillas. Pensamiento único. Todo vale. Todo lo justifica. El Dios de siempre. Quizás el laconismo de sus ideales haya favorecido tanta fidelidad. Transcribo sus palabras tal cual, sin quitar una coma.
            El filósofo dijo: la pela es la pela


                                         El semáforo
               A punto de cruzar la avenida, el semáforo cambia a rojo. David se detiene en la acera. Al otro lado de la calle, frente a él, la figura de Irene le sobresalta. La chica de la sonrisa eterna y los ojos de jade. El alma se va tras ella. Siempre se fue. Desde el primer día de clase en el instituto. Aquella melena rubia llamaba mucho la atención. Una mesa por medio, casi a mano, el tiempo desaparecía en una mirada de esperanza. Una tarde de abril le robó un beso. Nada más. Ahora, de nuevo, está ahí, tan cerca.
             Su rostro se arrebola anta la fijeza de los ojos verdes
            “Si me miraran…”
            Los dedos largos, de pianista, delicados, seda pura.
            “Si los sintiera en una caricia…”
            Le sorprende su cara, más fina. Los labios que provocan…
            “Ya no sueño con sus besos. Sería demasiado. Pero una sonrisa…”
                  La luz verde del semáforo brilla de nuevo y la calle se llena de peatones apresurados. El cartel luminoso con la chica que anuncia ropa interior se esconde. Ahora venden un coche.


                                Vara de mimbre
               (Publicado en Agora, Ejea de los Caballeros, Zaragoza, 2008)

             -¿Puedo cortar una mimbre, Rafael?
            La pregunta sorprendió a mi padre con la espalda curvada sobre la tierra. Siempre había alguna hierba que eliminar en aquella viña con tintes de exposición. Él gustaba de contemplarla limpia, como el cura la patena. La mimaba con mano suave. Hasta la época de la vendimia nadie más hollaba un terruño al que la tradición y su celo conferían un carácter casi sagrado.
          Cualquier rato era bueno para dar un paseo entre las cepas de garnacha centenaria que heredó del abuelo. Después, el fruto, por supuesto: un caldo capaz de pasearse por cualquier boca. A pesar de que las alabanzas jamás salieran de la suya, el vino se apreciaba en las mesas de más alto copete.
          A la entrada de la viña, en un rincón, había plantado un mimbrero. Para fabricar sus propios cestos en invierno, a ratos perdidos. O reparar el deterioro de los utilizados el año anterior. A mano, como todo trabajo bien hecho. Mientras fuera posible y las fuerzas acompañaran la ilusión la maquinaria moderna no profanaría aquel lugar que él cuidaba como la niña de sus ojos. Eso siempre lo tuvo muy claro. La podadora, la azada, unas tijeras. Y cestos donde acarrear la uva. Hasta ahí los utensilios.
              -¿Puedo cortar una mimbre, Rafael?
          Mi padre giró la cabeza. Don Francisco, el maestro, esperaba de pie, tapando los últimos rayos de sol de la tarde.
               -Buena tardes, Don Francisco
              Un cumplido inevitable, el saludo. Por aquello de que lo cortés no quita lo valiente ni la buena educación está reñida con la verdad de cada uno. Y volvió a su tarea. Cortó un par de matas de abrojos que había cerca de la cepa. Después inspeccionó unos zarcillos con la atención y el mimo de quien sabe leer en ellos.
               Sentado en el suelo, a cuatro pasos de él, yo repelaba los escasos nudos de las mimbres seleccionadas. Esa era mi tarea antes de comenzar a tejer un cestillo en el que llevar a casa las primeras uvas, por San Lorenzo más o menos.
                 -Cuida con esa navaja, me advirtió.
                Eché una mirada furtiva al maestro. Vi a don Francisco allí mismo, ¡ya!, con la vara en la mano. Amenazante. Una vara de mimbre, larga, delgada. El sonido de la serpiente antes de atacar. ¡Zas! ¡Zas! En las manos, en las piernas. Quemaba como una brasa. Los niños la veíamos cimbrearse sobre un fondo de película de terror. Las vibraciones del miedo. La tortura de las lecciones no aprendidas. Mano dura.
            Mi padre lo sabía muy bien. En tiempos viejos, los suyos, después de la guerra, habían sido peores. Bofetones, reglazos sobre las uñas heladas, alguna descalabradura. Y sin la posibilidad de quejarse. La letra con sangre entra
               -Vamos a tejer una cesta, Don Francisco. Si espera hasta mañana…
             Después se tragó unas cuantas palabras que le hubiera gustado añadir. Las dejó en el tintero de su pensamiento. Por una especie de pudor o respeto mal entendido. Porque él tenía claro que la vara de mimbre no era el embudo del saber. Ni del comportarse. Mejor, una palabra amable. Aunque hubiera que dar muchos rodeos para llegar al objetivo. Esa era su norma.
              Don Francisco, a pesar de su profesión, gastaba menos paciencia. Quizás la hubiera consumido a lo largo de los muchos años de servicio  Procuraba ganar la meta por el camino más corto sin despreciar los medios. Una vía cómoda y ágil. Con buena prensa entre la gente del pueblo. A mi tío Eladio, por ejemplo, más de una vez le oí relatar el cabezazo que dio en la pizarra por un mamporro de don Francisco. Por lo visto, el cogotazo tenía la propiedad de la clarividencia instantánea y el aporte de sabiduría suficiente para resolver un kilómetro de quebrados. Y más que le hubieran puesto. Lo contaba como una gracia.
            -Aunque entonces no me reía, aclaraba al final.
         Tras la respuesta de mi padre, imaginaba que el maestro no volvería a poner un pie en la viña. Incluso que le miraría con cara de pocos amigos de cruzarse con él en el pueblo. Me equivoqué. Al día siguiente, también al atardecer, se presentó como si nada hubiera oído. Ya sé que no era de los que se dan por vencidos al primer contratiempo. También, que gustaba del reconocimiento de su autoridad. Como si esa autoridad y la honradez fueran sinónimos.
        Mi padre tragó saliva. Me di cuenta del fastidio que le producía la obligación de sacar las palabras calladas la tarde anterior. El gesto del rostro se le contrajo en una mueca de contrariedad.
               -No le voy a dar la mimbre, don Francisco, dijo, de frente.
               -Los niños necesitan disciplina, Rafael.
            Se tomaban su tiempo antes de hablar, buscaban con la mirada en el suelo, hacían rodar alguna piedrecilla bajo la bota. La gestualidad de las dudas. Cada milímetro de palabra, medido. Las rumiaban antes de regurgitarlas. Mi padre le miró un par de veces, como si faltara valor o seguridad a su idea. O no quisiera hacer sangre. Hasta que volvió a hablar como él acostumbra, directo.
               -La disciplina es el fracaso de la educación, señor maestro.
               El rostro de don Francisco se contrajo en un rictus que a mi me pareció amargo, pero encajó el golpe con la experiencia de un fajador. Notó que las palabras precisas para refutar la última frase huían en desbandada, como si quisieran obligarle a la rendición ante la evidencia del razonamiento. Después sacó del pecho un suspiro hondo que relajó la severidad de las facciones.
                Algún punto, de los sensibles, acababa de vibrar en su mente. Miraba al cielo y al suelo, alternativamente. Con la puntera de la bota dibujaba unos signos extraños en la tierra que luego borró.
              Mi padre, mientras tanto, había regresado a la sala de exposición de sus cuadros, a sus cepas, a leer en cada zarcillo la calidad de la próxima vendimia
              Don Francisco se levantó y dio media vuelta hacia el pueblo, caminando muy despacio. Unos metros más adelante se detuvo y volvió sobre sus pasos. Desde la linde que separaba la viña del camino gritó:
              -Adiós, Rafael. Este año espero catar la fama de ese vino.
               -Descuide, don Francisco. Siempre hay un vaso para un amigo.
             Se alejó en dirección al pueblo, el paso cansino. En mi pequeña cesta sólo faltaba el remate del asa. Corté las últimas mimbres y comencé a repelar los nudos.
                                         NUNCA  MAIS
                 (Publicado en Color Albero, Alcalá de Henares, 2008)

       Durante aquellas Navidades, el vómito del Prestige derramó la nausea por las pantallas de los televisores de medio mundo. Una nueva peste que agregar a los hitos del siglo recién estrenado. La imagen de los marineros con las manos en los bolsillos, de pie frente al mar, sin más recursos que el lamento inútil, realzaba el dramatismo de la situación. Ante sus ojos, el litoral cubierto por el manto de chapapote, la marea viscosa y oscura que trae el anuncio de las peores tempestades. Había que arrancarlo. Palada a palada. Pella a pella. De vez en cuando, un animal muerto.
             Nadie contaba con la fraternidad de una juventud tildada de apática y egoísta, con la espontaneidad de unos corazones sin más empeño que la ayuda desinteresada. La costa, sin embargo, recogió el contagio de la vieja utopía. Javier fue uno de tantos en escuchar la llamada solidaria. La dureza del trabajo y la incomodad de los días de lluvia y viento no rebajaron la ilusión
             Laura ya estaba allí. Al término de la primera jornada, ella recogió con una sonrisa su inmaculado traje blanco, negro de chapapote. Una razón más que suficiente para espantar el cansancio de una tarea tan dura. Después Javier le ayudó a ordenar en el almacén los materiales que traían de las playas.
          Fue el principio de una historia de amor tan breve como intensa. Dos semanas en las que cabía toda una vida arropada por la nube del sueño. Si no se juraron amor eterno fue porque ambos conocían la fecha de caducidad que impone lo cotidiano. Una grieta en el mapa de cientos de kilómetros se abría ante ellos.
              Antes del regreso, tomaron el día libre en Santiago. Como despedida. Como brindis por el paréntesis de solidaridad y amor. Sentados en la terraza del bar, rendían el tributo del éxtasis ante la fachada del Obradoiro.
           A su lado, una valla publicitaria exhibía el cuerpo desmadejado de una adolescente anoréxica. Los ojos de la joven de la fotografía mostraban una alegría fingida. Había algo en la mirada de la modelo que anulaba la máscara de la sonrisa. Javier lo sabía El recuerdo permanente de su hermana pequeña, apenas cumplidos los dieciséis, escocía ante la foto. Bajó la vista hasta el rostro de Laura: los pómulos pronunciados, la piel tersa y pálida, el cuerpo seco, casi esquelético.
       -No has comido nada en todo el día, le dijo.
       -Me duele separarnos.
       El laconismo de la respuesta no podía ocultar el intento de justificación. La mirada regresó a la valla. Ya no veía sólo a su hermana. Una sucesión de rostros se superponían en la serie de fundidos que anunciaba una película de terror. El de Laura, finalmente, aparecía con toda nitidez. Ella adivinó sus temores.
       -No te preocupes, contestó. Confía en mí.
       La fe costaba un esfuerzo. Sabía de la inutilidad de las palabras solas, de su facilidad para la huida. El viento puede arrastrarlas al primer soplo y con la misma desenvoltura que se llevará su cuerpo a la menor distracción.
         -¿Has visto la pegatina?
        Laura giró la cabeza. La noche anterior habían asistido a una manifestación por las calles de Santiago. Miles de gargantas, miles de “Nunca mais” Una consigna extendida por toda España. En la diagonal de la fotografía, alguien había colocado un adhesivo con el slogan, como una exigencia.
       -En el chapapote ya hemos aportado nuestro granito de arena.
       -De lo otro me encargo yo.
         La firmeza de la voz de Laura parecía capaz de desvanecer cualquier duda. Sonaba a reto, a promesa, a juramento.
       Como prueba tangible y evidente, se prestó al recuerdo de una fotografía junto a la valla. Su rostro lucía más bello que nunca, escoltado por el cuerpo de la modelo y la pegatina de “Nunca mais”. Una especie de sortilegio ante los desmanes de la moda.
       Barcelona y Sevilla quedaban demasiado lejos para un encuentro. Echaron mano de Internet y el teléfono para mantener  la relación amistosa durante un tiempo, antes de que cada uno de ellos fuera devorado por la ausencia de esperanzas.
       Tres años más tarde, Javier bajó hasta las playas andaluzas con unos amigos. Sevilla, a tiro de piedra, se presentaba como una ocasión de oro para el abrazo. Laura, otra vez. Evitó el anuncio de su llegada por la emoción de la sorpresa.
            El taxi le dejó bajo las sombras del Parque de María Luisa, a las puertas de su casa. En su pecho acelerado, los golpes sonaban con el eco del Obradoiro. Nadie, sin embargo, respondió a la insistencia del timbre. La desilusión lo llevó al ascensor y de nuevo al calor tórrido de la tarde de verano. Apenas cuatro turistas de pieles enrojecidas desafiaban la calima. Miró a un lado y a otro. Una cerveza en el bar cercano haría más llevadera la espera inevitable. Porque no estaba dispuesto a renunciar a aquel abrazo.
              Con el sol y la paciencia cercanos al horizonte, la vio pasar por delante de la puerta. ¡Laura! ¿O no era ella? Los ojos entrecerrados por el aburrimiento se abrieron a la ilusión del reencuentro soñado.
       Laura -sí, era ella, seguro, los andares la delataban-, cruzaba la calle con el semáforo ya en rojo. Mientras seguía sus pasos rápidos, Javier notó la punzada de la decepción en forma de nudo en la garganta. La vio entrar en una tienda de ropa. Cruzó la calzada a toda prisa y desde la acera, oculto tras los pantalones del escaparate, contempló la figura de Laura a dos metros de sus ojos. De aquella mujer hermosa sólo quedaba una piel blancuzca pegada a un saco de huesos. Dejó caer una lágrima de amargura, huérfano de valor para el reencuentro.
       Tras las vacaciones, regresó a Barcelona. La imagen del esqueleto de Laura aparecía cada noche y en cada sueño, como una pesadilla multiplicada. Buscó en la colección de fotos. Allí estaba, sonriente, retando a la anorexia. Ahora, había perdido la batalla. Como su hermana pequeña. Escaneó la fotografía y la envió en un e-mail urgente, sin un comentario.
       Cada tarde, a la vuelta del trabajo, abría el ordenador con la esperanza de una respuesta. Nada. Quizás ese silencio fuera una forma suave de decirle que no se entrometiera en su vida, que la dejara tranquila, pensó. Una capa de olvido, negra como el chapapote, acabó por enterrar la memoria de aquella visión descarnada.
       La sorpresa llegó nueve meses más tarde. Un mensaje sin texto, con un archivo jpg adjunto. Al abrirlo apareció la figura de una mujer de cara sonrosada y cuerpo recuperado. La misma sonrisa gallega. La misma determinación que ante la fachada del Obradoiro. En la nueva fotografía,  bajo la pegatina del nunca mais, una sola palabra: GRACIAS.
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                     Zaragoza
                 (Publicada en A contrapalabra, Ed. Vderbalina, Madrid, 2011)
                Allí está, de pie, a la espera del autobús. Avanza dos pasos, se detiene, vuelve al mismo lugar. Comprueba la hora, nerviosa, como si tuviera prisa. Hay un cierto desasosiego en sus movimientos. Los pies, las manos, la mirada. El rostro moreno sirve de marco perfecto para resaltar unos ojos verdes.
               Me acerco despacio, con sigilo. Una madeja de pelo negro cosquillea sus mejillas. Una caricia. La retira con suavidad, con un aire que parece ensayado. Asombra tanta belleza.
             El roce leve en los labios le provoca una mueca de incomodidad. Un beso. El deseo me puede. Cubro su cuerpo de efigie griega con un abrazo encendido en la llama de la ansiedad. Paro, de golpe. La posibilidad de rechazo me asusta.
            Entra en la marquesina. Allí se siente más protegida. No importa. A cada momento se revela más hermosa. Más seductora. Ahora los nervios prenden en mí.
           Lanzo un remolino que alborota su melena larga. Me da la espalda en un gesto de desprecio mientras arregla la seda negra del cabello. Se gira de golpe, furiosa. Me escupe su disgusto en pleno rostro:
            -¡Maldito viento!

                           Banderas

El tipo tenía toda la pinta de camionero malo y un saco de tatuajes fieros, de esos que se exhiben en cualquier road movie americana. El moreno de la piel despedía un gesto huraño, de enfado, a años luz de esos jubilados de rostro pálido y camisa blanca que ante la victoria del negro de turno ondean las banderitas con un patetismo atronador.
Los enormes músculos dejaban ver el rostro de una mujer, y la tripa, oronda, sobresalía más allá del bañador. Un auténtico monumento a la salchicha. Tomaba el sol y masticaba chicle, todo a la vez. El atuendo con el que tapaba aquel cuerpo de gigante llamaba la atención aun con el sol puesto: en la cabeza, a modo de pañuelo al estilo bucanero, lucían barras y estrellas. El bañador repetía el modelo, pero a lo grande.
Tanto tópico fue, quizás, lo que me llevó a sospechar en la posibilidad de lo oculto, del arcano. Hubiera hurgado con el deleite de un científico en lo más profundo del cerebro, pero temí su incomprensión. Acabé sustituyendo el interés por la curiosidad y di libertad a la imaginación para vagar tras la hipótesis del enigma hasta perderme en la calima del trópico. Cuando desperté, el tipo aquel ya no tomaba el sol ni masticaba chicle. Una desaparición que me dejó frustrado y a dos velas, ignaro de si el atuendo era simple disfraz de guiri, apología del patriotismo o un modo sutil de limpiarse el culo con la bandera.

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